Luis Arriaga
(Opinión / El Universal)

El primer informe de la ONU sobre la situación de los pueblos indígenas del mundo indica que, en México, 2.7 millones de indígenas tienen al menos cuatro carencias sociales, que esta misma población es 3.3 veces más pobre que la población no indígena y que su esperanza de vida es menor en seis años respecto del resto de los mexicanos. Como en el resto de América Latina, los pueblos originarios son afectados por la pobreza extrema, experimentan grandes diferencias en la educación, son despojados de sus tierras y de los bienes que hay en ellas y sus condiciones de salud son alarmantes.

Los pueblos indígenas son poseedores de prácticas ejemplares basadas en una relación estrecha y respetuosa con la tierra, el agua y los bienes naturales; sin embargo están sujetos a la pobreza y a la exclusión. Su condición actual responde, más que a factores endémicos, a procesos históricos que han implicado cambios significativos en su vida. Los estados modernos han realizado esfuerzos para terminar con su modo de vida e incorporarlos a estructuras políticas y económicas dominantes. Acabar con estas culturas ha implicado siempre el control de las tierras y del territorio a través de su mercantilización. Es decir, la incorporación a la economía caracterizada por la irracionalidad del lucro.

En este contexto, ha sido larga la marcha de los pueblos indígenas por el reconocimiento de su dignidad, no solamente cultural sino colectiva. Con altibajos va adquiriendo lugar la valoración del papel fundamental de los pueblos indígenas para la existencia de la diversidad frente a la hegemonía cultural. Los problemas insolubles producidos por el desarrollo concebido en la lógica de la acumulación capitalista nos obligan a mirar a los pueblos originarios como portadores de soluciones. Esto no se ha traducido aún, como se observa en los datos del informe de la ONU, en el reconocimiento amplio de sus derechos. Entre los esfuerzos más notables por la reivindicación de estos se encuentra la adopción de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2007.

Ésta, junto a otros instrumentos relevantes, como el Convenio 169 de la OIT y jurisprudencia del sistema interamericano, estipulan derechos cuyo cumplimiento el Estado mexicano está lejos de garantizar. El derecho a conservar las propias instituciones sociales, culturales, económicas y políticas, es decir, a la construcción propia de su identidad como pueblos. El derecho a que sean establecidos mecanismos de participación y consulta con los pueblos interesados en los procesos de planificación, discusión, ejecución y toma de decisiones sobre los problemas que les son propios. Entre otros.

Resulta absurdo que pese a las deficiencias de instancias gubernamentales, el Estado mexicano se niegue a reconocer las instituciones indígenas cuya sabiduría podría realizar aportes valiosos. Está el caso del sistema judicial mexicano asociado a la impunidad y a la profundización de la discriminación. A los indígenas, casi siempre pobres, y sobre todo a las mujeres indígenas, se les somete a procesos ajenos a sus marcos de referencia, se les discrimina y les es negado el debido proceso. Sin defensores eficientes ni comprometidos son sancionados y encarcelados por personas que desconocen su idioma y su cultura. ¿Por qué entonces no favorecer el reconocimiento de los sistemas alternos de justicia? Éstos han sido construidos con el conocimiento adquirido durante largos años y su eficiencia es en ocasiones superior a la de los sistemas estatales. No son perfectos, pero en una sociedad incluyente deberían ser reconocidos.

Sistemas alternos de justicia como el de los tzeltales de Chiapas pueden aportar algunas de las soluciones que el país requiere en materia de acceso a la justicia. Distinguirlos y reconocerlos nos haría avanzar hacia una sociedad democrática. Problemas como los enfrentamientos en San Juan Copala estarían en camino hacia su solución si el Estado, sin abandonar su responsabilidad de ser garante de derechos, optara por dejar a los pueblos decidir sobre su propio destino, incluyendo, claro está, las decisiones sobre sus bienes, tan codiciados por actores externos (caciques y gobernantes).

Los derechos de los pueblos y sus instituciones se mantienen e incluso avanzan pese a la situación adversa. Será cuestión de tiempo y esfuerzo que estas luchas se concreten en una buena vida para los indígenas.